Cada día que había pasado, había ido desvaneciendo mis esperanzas. A medida que fueron avanzando las semanas, muchas más personas entraron al centro. La desesperanza se infiltraba sutilmente en el ambiente. En sólo seis meses las personas se rindieron ante la situación y comenzaron a aceptar que el tiempo de desempleo iba a ser más largo de lo esperado.
Así, la gente se fue acostumbrando poco a poco, se acomodaba a la comodidad superficial de tenerlo todo servido en bandeja. "¿Para qué volver a nuestra vida normal?", se escuchaba como un pensamiento colectivo. Las necesidades básicas eran satisfechas, y la distracción constante del celular y la televisión llenaban los espacios vacíos de sus días. Pero, a medida que el tiempo pasaba, la falta de propósito se hacía palpable.
La rutina se volvía monótona. La depresión se apoderaba de las mentes y los corazones. Era una prisión sin rejas, un laberinto irracionalmente cómodo. Me invadía una presión creciente. Era yo el culpable de no poder darle a Chiara una vida mejor, más natural y libre. Ella era mi única razón para seguir luchando, mi rayo de luz en medio de esa blanca oscuridad.